El sol le daba en la cara y enrojecía sus brazos. La crema solar de 20
que su madre, siempre tan precavida, había metido en su mochila de la piscina,
no estaba haciendo demasiado efecto. Las botas de monte empezaban a rozar sus
talones y un montón de pequeñas brechas causadas por las inoportunas ramitas
que se entrelazaban por el sendero, se hacían notar en su dolida rodilla. Pero
ella no dejaba de andar, porque sólo así se podría alejar de lo que huía.
En ese mismo instante una madre desesperada rebuscaba entre la agenda
de su hija, esperando encontrar algún número de móvil de una amiga, una
dirección, una pista que la llevara a tantear dónde podía estar ella. Las
lágrimas caían sin control por su rostro. El escozor de sus ojos era tal que
por un momento pensó que estaba ciega. Y si, ciega había estado en cierto modo.
Ciega, sorda y muda ante la verdad que la retorcía por dentro.
Él ya se había montado en el coche.
Las lágrimas también bañaban el rostro de ella, pero no podía dejar que
estas inundaran sus ojos. Iba demasiado concentrada en apoyar los pies en
alguna piedra que no se moviera o que no resbalase. Aprovechó un pequeño
temblor en la rodilla izquierda para sentarse en el suelo. Ya no la importaba
manchar sus pantalones vaqueros ajustados ni su fina camiseta de cuadros.
La mujer llamaba ahora a la policía. La niña llevaba tres días sin pisar la casa. Tres días sin llamar,
tres días sin dar señales de vida. Su madre había movilizado a vecinos y
familia, pero nadie sabía nada. Quizá si la hubiera escuchado… Si la hubiera
dado la oportunidad de hablar...
El motor rugía con fuerza, anunciando su velocidad, casi el doble de lo
permitido. Su conductor, ebrio en sus pensamientos desordenados, pisaba con
fuerza el acelerador mientras apretaba los dientes. No podía negar que estaba
nervioso, pero estaba seguro de poder manejar la situación, como siempre. Sólo
sería un pequeño susto.
Ella llevaba tres días andando, tres noches sin dormir. Lo poco que se
había metido a la boca le había revuelto la tripa. No tenía dinero, ni ningún
bono-bus, pero esperaba llegar a la casa de sus abuelos en esa misma tarde.
Allí sentada, se preguntó si no habría sido mejor hablar con la
policía, pero la idea se esfumó de su cabeza con la rapidez con la que había
llegado. ¿Acaso ellos la habrían creído, como habían hecho sus amigos, su
propia familia?
-
Tienes tantos moratones como yo, o
más.
El recuerdo de las palabras de su hija se clavaban en su pecho como
puñales. ¿Por qué no lo había parado a tiempo? ¿Por qué se lo había negado
todo? ¿Por vergüenza? ¿Por miedo? La primera vez él la había prometido que
sería la última. Pero no lo fue. Y ahora ella se había marchado.
Un par de zapatos de buen nombre pisaban las hojas secas del camino. No
eran los únicos. Faltaba poco para que ambos se encontraran.
Él sabía que camino había escogido ella. No le costaría demasiado
esfuerzo alcanzarla.
Sentía haber dejado a su madre sola, pero sólo de esa manera podría
reaccionar. Ella no quería verla encerrada entre las cuatro paredes de la
cocina, lamentándose en silencio. No quería ver como su autoestima se apagaba
día tras día.
Sus piernas flaquearon cuando decidió ponerse en pie. Se agarró con
ambas manos a los pequeños arbustos que sobresalían por el maltrecho camino y volvió
un poco su cabeza, lo suficiente para poder verle.
-
Ven, te llevaré a casa. Estábamos
muy preocupados.
Las palabras salieron dulces de su boca, al ritmo de una suave melodía.
Pero ella no se dejaba engañar por su sonrisa. Había aprendido a mirar más allá
de los ojos embaucadores.
Él comenzó a titubear cuando ella no se movió. Entonces avanzó y
levantó una mano.
Ella se vio balanceándose entre sus brazos, luchando por no titubear
ante sus blasfemias. Chocó contra una maleza clavándose las espinas en los
brazos. No la afectaba cortarse, no importaba si alguna espina la desgarraba un
poco la piel. Tenía que sujetarse, o caería, y no sabía cuanta altura podía
haber. Pero las ramas de los matorrales no son demasiado fuertes, y mucho menos
lo suficientemente resistentes para aguantar el peso de una adolescente, así
que estas cedieron, y ella cayó.
El golpe llegó antes de lo esperado. Se derrumbó entre un montón de
hojas secas y luego empezó a rodar sin control sobre una cuesta, hasta que, aún
con las manos ensangrentadas, consiguió parar.
Se quedó tumbada. Él no tardaría en llegar. ¿La mataría? No tenía
fuerzas para levantarse, había dado demasiadas vueltas.
-
¿Estás bien?.- Musitó su voz.
Sonaba cerca de su oído. Podía notar su respiración en su garganta.
Ella asintió con la cabeza, y él la levantó sin ningún cuidado
especial. Ella miró sus manos. Estaban llenas de heridas, y escocían al
contacto. Hasta se estremecían con el poco aire que se arremolinaba batiendo
las hojas secas que habían amortiguado su caída.
Volvamos
a casa
Su
voz sonaba segura. Todo había salido a pedir de boca. Esa niña nunca volvería a
rebelarse ante él. Eso daría ejemplo a su madre. Todo lo tenía bajo control.
Ella tenía la sensación de que hasta las sombras de los
árboles la daban la espalda.
Él iba convencido de que todo había vuelto a salir bien.
A varios kilómetros del lugar, su mujer no pensaba lo mismo.
Aquí os dejo un cuentecillo que escribí hace unas semanas. Trata sobre el problema de los incenios forestales, de los que podeis leer más pulsando aquí. (El enlace os lleva hasta el portal de Greenpeace)
Antes de leer el cuento, os recomiendo que veais el siguiente video. Son una serie de fotografías con el sonido de la naturaleza de fondo. ¡Impresiona!
Ahí está tumbado, con la mitad de las ramas rotas, y la otra mitad ardidas. Con su tronco partido en dos difícilmente podrá volver a ser quien era; Ése árbol enorme y hermoso, que se alzaba como muchos otros hacia el cielo, cielo ahora negro y plomizo, igual que el suelo.
Todo ha quedado devastado; Ya no hay hierba que inunde el terreno, ni tierra que tape las raíces. Las ardillas ya no saltan, no zumban las abejas, no se oyen los grillos.
¿Dónde están los conejos? ¿Y las aves? ¿Y el aire limpio? Todo se lo ha llevado el viento, o el huracán, más bien dicho. Ese huracán de fuego, que llegó imparable y sin demasiado esfuerzo, empujado por el bochorno de verano e iniciado en un suspiro.
Un suspiro de humo, causado por una colilla tirada en el suelo, entre hormigas y ramitas que primero chamuscan las hojas, luego prenden las malas hierbas, y en menos de un minuto, todo queda dominado por el fuego.
Fuego que arde y se extiende a la velocidad del viento, literalmente. Fuego imparable, ni por todos los esfuerzos de quienes luchan por detenerlo.
El bosque se calcina, los animales huyen, y los que no lo consiguen, mueren.
Pero, ¿Qué nos importa eso? Estamos demasiado ocupados con nuestros propios problemas como para preocuparnos también por lo que se cuece en la otra cocina. No es hasta que la televisión menciona una caseta chamuscada cuando nos sentamos en sofá y reflexionamos sobre los bomberos intoxicados, las viviendas hundidas y las hectáreas arrasadas (Los campos de fútbol, valga el ejemplo)
“¡Ya llegará el invierno! ¡Ya bajarán las llamas! ¡Ya apagará la lluvia el incendio!” Y así todos los meses de todos los veranos de todos los años. Pero para prevenir nada, ¡Que hay que emplear el dinero en arreglar bancos! Claro, es que los bichos y los árboles no les pagan el sueldo.
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